Contemplo con atención su pequeña cabeza. Me fijo en sus tristes y temerosos ojos. Intento empatizar con su temor, refugiarme en sus miedos. Ese melancólico acercamiento a la muerte. Sigo mirándola con atención. Su boca, portavoz de pensamientos, desgrana la vida. Miles y miles de vivencias unidas en una misma línea atemporal, ochenta y tres años de vida unidos en un mismo recuerdo.
“¿Recuerdas a mi madre? Tu estabas ahí sentado. Y ella la echó a la calle” Tengo veintiséis años y su madre lleva cuarenta años muerta. Evidentemente no la conocí, pero quizás su mente organiza un montaje cinematográfico, en el que se entremezclan todas las épocas vividas. Me imagino a mi mismo con un traje estilo años cuarenta, el cabello más corto y un cigarro de tabaco picado en la comisura de los labios. Y ella sigue con su conversación. “Nene no se que me pasa, me estoy arrugando” (no te estás arrugando son los aranceles que pagamos con la edad), pienso yo. Ella sigue a lo suyo.
Observo sus ojos. Son ventanas. Ventanas a un mundo oscuro. Los cristales de un horror que desconoce fronteras. Una guerra cruel a la memoria. Una batalla contrarreloj contra los sentimientos las vivencias. Unas piras apagadas por una extraña enfermedad que va llevándose los recuerdos. Los va agitando y mezclando como en una coctelera. En ella solo van quedando retazos. Simples marcas de lo que fue o pasó. La dolencia, como un virus de ordenador, va borrando los archivos. Destruye todas las marcas de las que se llena la vida. Porque la vida es eso, recuerdos. Evocaciones a lo pasado. Cantos a lo que fue. Reminiscencias de momentos irrepetibles que quedan remarcados en la mente como las fotografías subsisten en papel.
Se levanta de nuevo. Camina sin rumbo fijo. Comienza a un paseo de un lado a otro del pasillo con la certeza de que va a encontrar algo. Mira el objeto. El utensilio no le dice nada, pero ella sabe que sirve para algo. Vuelve al sillón. Se encuentra segura en ese trono de la que se cree una princesa de dieciocho años. Y comienza su monólogo. “Entonces la chica esa que era lavandera, dejó a su marido y se fue con el otro que era más guapo ¿No te acuerdas?” Niego con la cabeza. “Estas tonto”.
Comienza otra vez otro paseo. Pasa de habitación en habitación buscando el objeto anteriormente descubierto. Es una simple toalla. Pero ella adora esa toalla aunque no sabe su nombre. Pasea con felicidad. Canta. Relata feliz sus retazos al amigo Alzheimer.
“¿Recuerdas a mi madre? Tu estabas ahí sentado. Y ella la echó a la calle” Tengo veintiséis años y su madre lleva cuarenta años muerta. Evidentemente no la conocí, pero quizás su mente organiza un montaje cinematográfico, en el que se entremezclan todas las épocas vividas. Me imagino a mi mismo con un traje estilo años cuarenta, el cabello más corto y un cigarro de tabaco picado en la comisura de los labios. Y ella sigue con su conversación. “Nene no se que me pasa, me estoy arrugando” (no te estás arrugando son los aranceles que pagamos con la edad), pienso yo. Ella sigue a lo suyo.
Observo sus ojos. Son ventanas. Ventanas a un mundo oscuro. Los cristales de un horror que desconoce fronteras. Una guerra cruel a la memoria. Una batalla contrarreloj contra los sentimientos las vivencias. Unas piras apagadas por una extraña enfermedad que va llevándose los recuerdos. Los va agitando y mezclando como en una coctelera. En ella solo van quedando retazos. Simples marcas de lo que fue o pasó. La dolencia, como un virus de ordenador, va borrando los archivos. Destruye todas las marcas de las que se llena la vida. Porque la vida es eso, recuerdos. Evocaciones a lo pasado. Cantos a lo que fue. Reminiscencias de momentos irrepetibles que quedan remarcados en la mente como las fotografías subsisten en papel.
Se levanta de nuevo. Camina sin rumbo fijo. Comienza a un paseo de un lado a otro del pasillo con la certeza de que va a encontrar algo. Mira el objeto. El utensilio no le dice nada, pero ella sabe que sirve para algo. Vuelve al sillón. Se encuentra segura en ese trono de la que se cree una princesa de dieciocho años. Y comienza su monólogo. “Entonces la chica esa que era lavandera, dejó a su marido y se fue con el otro que era más guapo ¿No te acuerdas?” Niego con la cabeza. “Estas tonto”.
Comienza otra vez otro paseo. Pasa de habitación en habitación buscando el objeto anteriormente descubierto. Es una simple toalla. Pero ella adora esa toalla aunque no sabe su nombre. Pasea con felicidad. Canta. Relata feliz sus retazos al amigo Alzheimer.