domingo, 24 de febrero de 2008

AMADA BEATRICE

Amada Beatrice:
Tengo la imperiosa necesidad de desertar. Mi bandera blanca ondea varios meses sin tú poner atención en ello. No soporto ser la burla de mi ejército. Ignoras mis señales de abandono, de derrota, de amnistía quizás. No recuerdo cuál fue el preciso instante en que comenzaste a cavar la terrible trinchera que se ha abierto en esta nuestra cama.
Una trinchera que divide tu mundo del mío. No dejas que pueda apreciar el aroma de tus cabellos, no permites que tus fríos pies rocen siquiera mis genitales. Te acurrucas en el extremo, como si te protegieses de algún torturador o encontrases refugio de una lluvia innecesaria. Una lluvia que en otro tiempo te hizo venir a mi regazo, acurrucarte en mi pecho y darme besos goteantes de felicidad.
No alcanzo a comprender el motivo de esta afrenta. Me miro en el espejo y veo al mismo soldado raso que con el fusil de la valentía te pidió el compromiso que con un beso y un par de maletas firmamos aquella noche de San Juan. Añoro esos primeros meses de paz. Aquella felicidad sonora que hizo de nosotros la envidia de amigos y conocidos. Risas, carcajadas poblaban lo que ahora solo abarcan las frías bayonetas del silencio.
No soporto más esta terrible sensación de soledad. Ya no utilizas la pesada artillería de tu dialéctica. Esa verborrea que conforme acrecienta el combate te hace subir de tono. Me creerás loco, quizás, si te digo que echo de menos tus gritos. Dirás que he perdido la razón si añoro tus insultos. No puedo con tu silencio. Este silencio que puebla nuestro campo de batalla es como la muerte misma que nos acecha, para matar la pasión o el amor, o como quieras llamarlo.
Ya no veo arder Troya en tus ojos. Dos cuencas vacías sin sentido que no soportan ni sus propias lágrimas. Me miras con la misma indiferencia que un alto mando mira al reo que de rodillas espera el tiro de gracia. Y te sonríes por dentro. Te hablas a ti misma con la misma camaradería que tienen un grupo de soldados comentando lo bien que se ha sincronizado el último fusilamiento. Yo espero respuestas. Respuestas que no alcanzo a escuchar, porque hablas en clave, preparando la siguiente estrategia, el siguiente movimiento a ejecutar.
Se me va a hacer raro no estar al acecho. Creo que lo que más de menos voy a echar van a ser las guardias. Ese instinto de supervivencia del campo de batalla. Los largos paseos a solas de un lado a otro del colchón. Esas horas interminables de cigarros y copas, esperando que el enemigo traspase el umbral. Oír sus ebrios pasos, con o sin tacones, y ese ruido de la interminable cremallera del vestido. Dejar que se aposente en su lado de la trinchera. Y oír, lejana, su respiración.
Llevo tiempo meditando la decisión de la partida. Creo que es lo correcto. Necesito zanjar esta cruenta guerra de desgaste. Mi retaguardia va haciéndose cada vez más hacia atrás. Hemos cambiado la llanura del colchón por la breve colina del sofá. Poco a poco desapareceremos del mapa.
Sé lo que vas a pensar. Que soy y siempre he sido un cobarde. Que los valientes son los que pueblan los cementerios. Que los héroes son los que quedan marcados en la memoria. Pero bien sabes que no soy un gran patriota. Que no entiendo ni de himnos ni de banderas. Tan solo necesito sentir mi libertad.
Te lo dejo todo. A los muertos, a los vivos. El armamento y los víveres. Me voy solo. No quiero cargas que puedan retrasar mi marcha. Tan solo parto con mi uniforme, las dos maletas que traje aquella noche de San Juan y algunas furtivas fotos que me hagan recordar qué guerras no debo volver a combatir.
Se despide cordialmente con esta carta sin respuesta tu amado Fausto.