lunes, 7 de julio de 2008

SERES PUROS


Me resulta complicado arrancar después de la comida. Ese momento que sirve de ecuador durante el día puede concluir en un sopor del que habitualmente me dejo vencer. La hora de la siesta es el paso fronterizo hacia donde comienza el final de la jornada. Como cada tarde tras la comida, los telediarios (veo más de uno), la tertulia y el café; me dispongo a asaltar la calle con decisión. Mi paseo diario es un modo de documentación antropológica increíble. La ciudad es un gran libro inacabable que nos muestra situaciones que deben ser vividas y analizadas.
Un ir y venir de gente da a entender que la urbe está más despierta que nunca. Las madres yendo a recoger a sus niños al colegio, los púberes mostrando sus risas al mundo, los funcionarios en las tertulias de la tarde, personajes habituales de una obra de teatro de función continua y diaria. En mi trayecto me detengo en el parque municipal para descansar y para, desde un banco, detenerme en la observación de todos y cada uno de los actores que, como cada tarde, protagonizan esta función.
Un grupo de madres con niños me hace situarme delante justo de un jardín de juegos infantiles. Columpios, toboganes, casas de madera con pasadizos; pueblan esa extraña urbe en miniatura. Dos niños permanecen al margen de la vorágine. Me acerco a ellos, como el cazador que se aproxima al jabalí que come impasible. Dos coches son empujados por sus diminutas manos. Les observo. Parecen felices. ¡Señor apártese que le atropello! Me dice uno porque creo que como Gulliver me he puesto en medio de la carretera. Con una disculpa me aparto y prosigo mi camino hacia el banco que hay justo al lado. Observar a estos niños es un gran ejercicio de de sociología. Me abstraigo pero de repente unos gritos me hacen volver a la realidad. Los dos niños están enfrascados en una discusión. ¡Mío! ¡Mío! Los dos se pelean por llevar el mismo todoterreno. Las madres se acercan ¡Pepe hay que compartir! ¡Ayy este niño, siempre igual! Las mujeres tratan de disculparlos. Pero ellas no comprenden que son reacciones normales. Los niños, como seres puros que son mantienen esa cruel ingenuidad, ese sentimiento de la propiedad es innato en el ser humano, elementos como la solidaridad, la generosidad, son cosas impuestas por las trabas sociales. Los niños al ser tan auténticos no perciben que hacen mal o daño a los demás. Muestran las cosas como las ven. Si un niño es gordo, le llaman gordo, si otro, por el contrario es extremadamente delgado, le llaman tirillas; y así hasta una infinidad de afecciones. Pero se les pasa. Tras el grito de ¡a merendar!, las dos criaturas se acercan corriendo dos bancos más allá.
No me he percatado pero justo a mi izquierda un anciano con rostro apacible y bondadoso permanece impasible mirando el jardín de juegos y simulando una sonrisa, parece recordar algún tiempo atrás. Junto a él una chica, que por su aspecto parece ser originaria de algún país del cono sur, le cuida y mima, haciéndole carantoñas. ¡Déjame ya puta! Exclama el anciano. La mujer, con rostro de beneplácito, se sienta y pierde su mirada en el horizonte. Está triste pero siempre una eterna sonrisa dibuja su rostro, para que el anciano nunca pueda reprocharle nada, aunque lo haga cada día. La pobre mujer que vino del sur buscando otros mundos mejores (como los patos migran en busca de calor y comida), se sienta y quizás recuerde otros tiempos en su infancia donde ella también era reina en juegos infantiles.
Con una sonrisa me despido del parque encaminándome ya para casa. Giro la cabeza y realizo un retrato imaginario en mi cabeza sobre la estampa que acabo de ver. El anciano y el niño, dos extremos en el tiempo, pero que se acaban tocando. La evolución, siempre lo ha dicho la historia nos lleva a la involución. Unos por desconocimiento y otros porque total para los que me queda de estar en el convento…