jueves, 3 de julio de 2008

DONDE HABITA EL OLVIDO


Me siento dichoso de poder levantarme cada día. Por las mañanas intento hacer algo provechoso. Miro el despacho, la libreta de las notas y la pereza puede conmigo. A veces deambulo por casa sin rumbo fijo, solo por el placer de caminar. Los pasos se acortan por el diminuto pasillo, mientras caliento mis manos con la taza de café recién hecho.
Tras la copiosa ingesta del desayuno, me aseo y hago un listado de posibles tareas a realizar. Una de las más imprescindibles, la que necesita ser tratada de inmediato, es la limpieza y ordenación del cuarto que utilizo como despacho. Miles de papeles, revistas, libretas, cds, Dvds, permanecen acomodados en lugares impropios para gente de su especie. Mi desorden ordenado parece un caos a los ojos de cualquiera, pero yo, lo encuentro todo. Cojo los utensilios de limpieza y abrazándome al cepillo con cara de extrema melancolía me dispongo sin dilación a la tarea requerida. ¿Quién me manda a mí tener tantas cosas? ¿Por qué guardo todo? Al cabo de dos horas parece que voy viendo la luz al final del túnel, y me siento orgulloso de mi mismo por haber superado la prueba. Pero un cajón se delata a sí mismo. Intentando guardar unas revistas en un estante que va a explotar de tantas cosas inservibles, me percato de que un viejo álbum de fotos reclama su protagonismo. Lo cojo, le quito el polvo con el paño que llevo en la mano y me dispongo a revisar en ese baúl de recuerdos. Nada más abrirlo y por el color gris de las fotografías me percato que es uno de los viejos álbumes de fotos de mi abuela materna. Paso una a una las hojas, al cabo de un rato en el que me vence la melancolía me doy cuenta que a muchos de los personajes de las fotografías les falta la cabeza. Sí, en infinidad de instantáneas, aparece uno de los personajes con la cabeza cercenada. Me inquieto. Por un instante mi mente comienza a pensar en el no estar, no existir. Sí, debe ser duro el desaparecer sin saberlo, como a una ciudad que la borran de un mapa por un error de imprenta. Cierro el álbum. Al cabo de un rato vuelvo a abrirlo fijándome en las personas exactas a las que mi abuela, con precisión de relojero, ha decapitado. Todos y cada uno de los hombres o mujeres sin cabeza son los que han querido ser sacados o borrados de los buenos momentos que reflejan esas instantáneas. Familiares, conocidos o amigos que sacaron demasiado los pies del tiesto y por eso el tribunal inquisidor de mi abuela ha ordenado su pronta decapitación.
Es curioso cómo queremos borrar partes de nuestro pasado. O como las recordamos. Yo recuerdo los sábados en que iba con mi familia a almorzar al primer taller de Joyería que montaron mis abuelos y tíos en la antigua calle Jaime García Miralles hoy Tomas y Valiente (junto al parque 1 de Mayo). Esos bocadillos de atún y esas Coca-Colas de botella de cristal de litro, tenían un sabor especial. Jamás en la vida me ha sabido nada tan bien como esos almuerzos. Pero no revivo varios sábados, mi mente los condensa todos en uno. Como también mi mente, en acto de autodefensa, bloquea los malos momentos. Las muertes, las enfermedades, todos y cada uno de los períodos que deben ser condenados al olvido. Así funciona este archivo nostálgico que tengo por cerebro. Cada vez que un mal momento asoma sus patitas por la mente, ¡Zas! Es cazado y neutralizado como un virus de ordenador. Y así continúo el camino.
Es extraño saber que uno es también parte del recuerdo o del olvido de alguien. Que podemos ser el hombre de cabeza cercenada. Que somos básicamente pasto de un recuerdo. Que podemos vivir, como muchos otros, donde habita el olvido.