domingo, 2 de diciembre de 2007

COTOS PRIVADOS DE CAZA


Reconozco que me gusta adentrarme en cotos privados de caza. Me excita el placer del riesgo desmedido. El placentero desasosiego de pisar territorio enemigo. La duda del cazador cazado. Acudir a territorios comanches por gusto. Saber que entras en terreno pantanoso y que una mala pisada va a hacer que te hundas. Admito que la adrenalina que esto supone me hace cada vez más acudir a diferentes cotos, dos o tres veces a la semana. En mi experiencia he podido conocer diferentes tipos de territorios. Unos más bastos y baldíos. Extensas llanuras casi sin vegetación. Con pequeños montes y pequeños baches. Otros más acotados y frondosos. Breves cotas de terreno repletas de hondonadas, ríos y alguna que otra prominente colina. Fincas al fin y al cabo, donde los dueños de las mismas, a veces invitan a amigos a disfrutar de la caza.
Hoy por hoy puedo decir que me he juntado con un grupo de amigos en el que podemos presumir de ser buenos tiradores. A veces se nos atasca el rifle, nunca nos ha explotado en la cara; pero habitualmente disfrutamos de la cacería. La caza o el acto de cazar, es una de las acciones más antiguas, sino la más antigua, que han tenido los animales, nuestros ancestros. La espera, el acecho y la persecución son los tres elementos donde se demuestra quien es realmente el buen cazador. Disparar lo hace cualquiera, pero todo ese ejercicio de estrategia pocos lo consiguen. A veces, he de reconocerlo me he visto en apuros. He sentido los cañones del dueño de alguna finca demasiado próximos a mis sienes o he herido a una cierva que ha embestido contra mí con furia desmedida. Sentir la respiración del que es en ese momento tu enemigo; hace que ese instante sea el más pavoroso que puedas vivir en la vida. Tú agazapado en los trigales, viendo como él acecha, sintiendo su aliento tan próximo a ti que piensas que te va a coger. Pero no te coge, sales airoso.
Al rato cuando ya cae la noche. Corres riendo con el arma colgando, buscando la carretera que te ha de conducir a casa. En plena carrera vas haciendo memoria y meditas sobre cómo ha ido la caza. Haces una aproximación reflexiva de todo lo acontecido en la jornada.
Llegas a casa. Te duchas. Te desprendes de todos los olores corporales que te han invadido durante la caza. Tumbado en el sofá mientras miras el techo, recuerdas de repente que la cierva herida se ha quedado en la finca. Que seguramente esté embistiendo contra alguna pared de la finca. Y ríes. Te mueres de la risa, porque sabes, a ciencia cierta, que el dueño de la finca, no se explica quién coño ha herido a su cierva. Evidentemente, él, siempre es el último en enterarse de todo.