domingo, 27 de abril de 2008

LA ODISEA


A Ruth, Mónica y Marisa. Mis tres sirenas.


Cuenta Homero en la Odisea que Ulises para que no enloqueciera su tripulación por el canto de las sirenas, les puso cera en los oídos y les hizo que le ataran al mástil del barco, sin taparle los oídos, para comprobar ese canto hipnotizador. Se podría decir que esto que les estoy contando es una leyenda, una historia que pasa de padres a hijos a lo largo de la humanidad y realmente no parte de una base real. Nos equivocamos. Todas las historias parten de una base real para poder ser contadas.
Hace unos días. Un jueves cualquiera, tras la finalización de la jornada laboral, partí hacia una cafetería donde un amigo, que había acudido a mi llamada, esperaba expectante para que le contara que estaba planeando. Varios proyectos artísticos me rondan la mente y uno de ellos se lo fui a plantear. Primero porque me apetecía verle y segundo porque querría que él también formara parte del mismo. Tras varias cervezas y varios vinos, cada uno partió a otro destino. Otra isla que conquistar. Mi amigo se encaminó hacia su casa. Yo fui derecho a la denominada popularmente “plaza de los colgaos”. Donde otro amigo también artista me esperaba. Allí estaba con su Vespa roja.
Tras saludarnos, hicimos marcha sin pensar, a la cafetería Arteria. Conforme íbamos haciendo camino los alcoholes que cohabitaban en mi cuerpo, comenzaron a dar signos de que querían guerra. Mi paso cansado se fue acentuando, hasta que por fin, pudimos sentarnos en una mesa. La misma gente de siempre, con sus mismas copas y conversaciones; formaban parte ya del paisaje del lugar. El mojito, los puritos y las risas hicieron que nuestra conversación fuera distendida como siempre.
Una alarma de la compuerta de la vejiga comenzó a dar la señal. Rápida evacuación. Me levanté, entré en los servicios y durante un largo rato, me dispuse a sucumbir en el placer. No hay nada tan placentero como orinar después de varias cervezas. Me lavé las manos y al salir vi a Ruth; una amiga que permanecía sentada en una de las mesas. El alcohol me impedía abrir el campo de visión y no vi nada más. Tampoco pude moverme hacia ella. Tan solo intenté volver sobre mis propios pasos, para llegar a donde estaba mi querido amigo.
Días más tarde. Un lunes concretamente, Marisa, una amiga también amiga de Ruth me dijo: ¿No nos vistes eh? Me quedé muerto. ¿Cómo? Pregunté yo. Sí, el jueves en Arteria, Mónica y yo, estábamos con Ruth. Me quedé paralizado. No me podía creer que las hubiera ignorado de esa manera. El alcohol había hecho de las suyas y me había anulado el canto de las sirenas. Odiseo debió hacer lo mismo. Darles vino a los soldados. Desde ese día vuelvo a artería para encontrarlas. No bebo. Tan solo busco el fuego de Troya en sus posibles ojos.